Quedan pocas personas con vida que recuerden al Hombre que Canta y
Baila. El tiempo ha reclamado a los sobrevivientes de aquella larga
noche, y estoy seguro de que se fueron de este mundo sin protestar. La
vida toma un curso extraño después de una noche como ésa.
Los que
aún viven, Bill Parker, Sarah Carter, Sam Tannen… no hablan sobre ello.
Sam es un tipo con suerte. Su cerebro empezó a convertirse en avena
hace unos años y ahora tiene problemas incluso para ponerse los
pantalones. Se le concedió un alivio prematuro de sus recuerdos. No se
despierta noche tras noche con la música todavía sonando en sus oídos, y
lágrimas en sus mejillas.
El Hombre que Canta y Baila vino a
Belle Carne con pocos bombos y platillos en el otoño de 1956. Yo recién
había terminado la secundaria y estaba trabajando como repositor en
Handy’s Hardware. Allí estaba yo la tarde en que Sarah Carter se
precipitó por la puerta, haciendo que el timbre de bienvenida sonase
como loco.
—Juan, debes ver lo que prepararon en la glorieta. Hay
una gran carpa y un hombre parado enfrente de ella gritando cual
presentador de circo. —Sarah estaba sin aliento y evidentemente había
corrido el trayecto desde el parque hasta la Calle Principal. Dio un
resoplido al mechón de cabello despeinado en su rostro mientras esperaba
que yo reaccionase. Con Sarah siempre estaba dos pasos atrás y
corriendo para alcanzarla. La chica tenía energía en aquel entonces y en
cantidades ilimitadas.
Dejé de acomodar los clavos para responderle. —No había nada allí cuando pasé esta mañana. ¿En qué momento la colocaron?
Se encogió de hombros. —No lo sé, pero allí está. Y tienes que ver a
este tipo. Está disfrazado de pies a cabeza y no para de hablar, ¡y vaya
que sabe hacerlo!
Lo pensé y miré el reloj. Eran cerca de las cinco y mi turno ya terminaba de cualquier forma.
—Está bien, vayamos a verlo entonces.
Sarah sonrió de oreja a oreja y desapareció. No dudé que lo estuviese anunciando al resto de nuestra pandilla.
Me encontré con Bill en el camino al pasar por la farmacia en donde
trabajaba. —¿De qué rayos está hablando Sarah, Juan? Entró volando por
la puerta y se fue del mismo modo antes de que pudiese preguntarle algo.
—Bill era un tipo grande, el más alto (y más pesado) de nuestra clase.
Tiene su temperamento, pero es un buen tipo. Era también el mejor de su
equipo de básquetbol en la secundaria, aunque uno de los pocos que ha
sido expulsado durante un juego. Arrojó a un chico al otro extremo de la
cancha. Bill dijo que le había dado un codazo en el estómago; un
accidente claro, nadie se atrevería a hacerle eso a propósito.
Al
final de la Calle Principal, cruzamos la Calle Buchanan y entramos al
parque. Normalmente en ese punto ya hubiésemos podido ver la glorieta,
sobre una colina en el centro del parque. Durante el verano, solía haber
conciertos ahí: actuaciones de la banda de la escuela, coros de la
iglesia cantando algunos himnos, ese tipo de cosas. Una vez un par de
chicos de la secundaria comenzaron una excelente banda de rockabilly,
pero de algún modo el comité del parque sacó una ordenanza que prohibía
el rock and roll en ese lugar. Pueblos pequeños, ¿sabes?
Pero
ahora había una carpa enorme de color amarillo que tapaba la vista de la
glorieta, como ésas que tienen los circos o ésas que los alcaldes
suelen usar cuando tienen ganas de «sentir el espíritu del pueblo», y
sentir tu billetera, además.
Ya había una multitud bastante
grande alrededor de la carpa cuando Bill y yo llegamos. Podíamos
escuchar al tipo del cual nos había hablado Sarah; realmente sonaba como
un presentador de circo. A empujones avanzamos por la multitud y nos
acercamos al lugar en donde estaba el hombre.
—¡Vamos todo el
mundo, se está acercando, el momento se está acercando, vamos a tener
una gran noche! ¡Así es, una noche GRANDIOSA! Cantaremos, bailaremos, lo
PROMETO, ¡y El Hombre que Canta y Baila siempre cumple sus promesas!
Aún no podíamos verlo, había demasiada gente bloqueando el camino.
Parecía que todo el pueblo hubiese acudido a ver al Hombre que Canta y
Baila. Bill me tiró de la manga y apuntó con su dedo. Lo seguí con la
mirada y no lo podía creer. Era el Reverendo Harper, el cura baptista.
He vivido por mucho tiempo, pero nunca vi otro hombre que pudiese
golpear con una biblia tan fuerte como él. Harper predicaba sobre los
males del pecado; el pecado en la bebida, el pecado en el tabaco, el
pecado en la droga, el pecado en cualquier cosa y por sobre todo, el
pecado en la danza. Y aquí estaba, haciendo cola para entrar a la carpa,
porque ciertamente no estaba predicando. Lo saludamos, y el viejo
baptista se puso del color del Mar Rojo, nos dio la espalda y se alejó.
Bill y yo nos miramos sonriéndonos y seguimos caminando hacia El Hombre
que Canta y Baila.
Al fin pudimos emerger de entre la multitud y
verlo. Estaba parado sobre un cajón viejo y astillado que parecía estar a
punto de colapsar. A su lado, sobre el césped, había un estuche de
violín con detalles dorados en los bordes. Parecía viejo, más viejo que
el cajón, más viejo que el pueblo. Parecía una antigüedad.
Él era
puro codos, rodillas y hombros. Alto y larguirucho, y su cuerpo se
movía al ritmo de sus palabras. Estaba usando una chaqueta roja y
blanca, como ésas de los cuartetos que solían cantar en las barberías.
Tenía un sombrero de paja en la cabeza, que incesantemente se acomodaba
con sus manos de dedos largos. Seis dedos en cada mano. Me sorprendió
ver eso. Había leído que algunas personas nacían con seis dedos, pero
leer sobre algo y verlo son cosas muy diferentes.
—Bien, bien,
falta muy poco. Realmente falta muy poco. ¿Están listos para cantar?
¿Están listos para bailar? Porque estoy listo para tocar mi violín, sí
que lo estoy, sí que lo estoy. Tengo el violín a mis pies y estoy listo
para tocar, listo para hacer que esas cuerdas CANTEN, ¿pueden creerlo?
Aplaudió, y eso fue lo más cercano a una pausa que estuvo dispuesto a hacer.
Sarah y Sam se acercaron a nosotros después de encontrarnos entre la
multitud. Sarah me codeó en las costillas. —¿Qué te dije? Parece que
debería estar en un carnaval intentando hacernos ver a la mujer barbuda o
algo así.
Sam asintió con la cabeza para saludarnos, lo que hizo
que sus anteojos se resbalasen por su nariz y les dio un empujón con su
dedo para arreglarlos. Era tan alto como Bill, pero su físico ni se
acercaba al de él. Era el chico listo en nuestra pandilla. Uno tiene que
tener cerca a alguien así para que le enseñe a hacer cosas como
desmantelar el auto del director y rearmarlo en el gimnasio de la
escuela. No que hayamos hecho algo como eso.
—¿Qué está vendiendo? —preguntó Sam.
—Un baile, creo yo —le dije.
—¿Cuánto cuesta?
El Hombre que Canta y Baila debió de haberlo escuchado, porque dijo:
—¿Cuánto cuesta, están preguntándose? No cuesta ni un dólar, ni un
centavo. Amigos, esto no les costará nada, sólo entren a la carpa y
bailen toda la noche al ritmo de la canción.
Nos miramos entre
nosotros. Era un buen trato. ¿Música gratis y un lugar para bailar? No
había mucho que hacer en el pueblo en aquellos días, y todavía no lo
hay. Era casi muy bueno para ser cierto.
El Hombre que Canta y
Baila se detuvo, lo que era un pequeño alivio. Hurgó en sus bolsillos,
sacó un reloj dorado y miró la hora. Y entonces sonrió, con una sonrisa
que mostró cada uno de sus dientes.
—Amigos, es tiempo de bailar,
así que entren. Entren todos, porque es momento de que el baile
comience. —Y con eso, se bajó de su banco, lo tomó junto con el violín y
se metió a la carpa.
Sarah, Bill, Sam y yo casi fuimos
arrollados en el apuro de la gente por entrar, pero aún así fuimos los
primeros adentro. Era enorme. Había un suelo de madera debajo de
nuestros pies que parecía ser de roble, de roble oscuro, y pulido hasta
brillar como un espejo. Había velas en candelabros por todos los postes
de la carpa y cuando miré hacia arriba no pude ver el techo con tanta
oscuridad. Era como mirar a un cielo sin estrellas donde ni siquiera la
luna se molestaba en aparecer.
La multitud nos condujo más y más
adentro mientras la gente entraba. No era sólo gente joven. Estaba la
Señora Crenshaw, nuestra maestra de inglés que ya iba para los
cincuenta. Estaba el Señor Hopkins, el director de la primaria. Estaba
el buen Reverendo Harper, quien aún se veía avergonzado. Realmente todo
el pueblo estaba ahí. Demonios, incluso estaba el alcalde con su mujer,
parados y hablando con el jefe de policía.
Pronto todo el mundo
estaba adentro y el murmullo de la gente charlando era ensordecedor.
Todos buscábamos al Hombre que Canta y Baila, para saber en dónde se
había metido. Nadie miró hacia arriba, así que nadie lo vio hasta que
hizo sonar las cuerdas del violín con su arco.
Allí estaba, en el
medio de la carpa, sentado en una pequeña plataforma de madera a
aproximadamente seis metros de altura. Dios sabrá cómo logró subirse
ahí, porque la verdad que no había ninguna escalera que llevase hasta
arriba. Dejó caer sus pies por la orilla de la plataforma y tomó su
violín con una mano y su arco con la otra. Tanto el arco como el violín
parecían estar hechos de la misma madera oscura del piso, y brillaban a
la luz de las velas como si estuviesen vivos. Llegué incluso a dudar si
el violín necesitaba del Hombre que Canta y Baila para hacer que sus
cuerdas tarareasen.
Todos lo miramos, y nos sonrió, mientras se
ponía de pie rápidamente, haciendo que a la multitud le preocupase que
fuese a tirarse en medio de ellos. Y entonces comenzó a tocar.
Hizo a esas cuerdas cantar. Nunca he vuelto a escuchar a alguien tocar
así, y doy gracias a Dios por eso cada día. Aflojaba las articulaciones y
aturdía a la mente. Sentías la necesidad de mover todos los huesos.
Tomé la mano de Sarah y comenzamos a bailar por el suelo de la carpa, y
todo el mundo nos siguió. Algunos con pareja, otros solos. Algunos
bailando cuadrillas, otros bailando el vals y otros bailando Twist.
Bailamos, movimos las caderas, sacudimos el esqueleto y rocanroleamos.
Pasé junto al Reverendo Harper, él moviendo los pies en un torpe baile
junto a Eloise Grendel, una vieja fervientemente católica. Vi a la
esposa del alcalde bailando un vals con Dan Adams, uno de nuestros
bomberos.
Me movía en espiral con Sarah, chocando y empujando a
las personas que estaban cerca. Hacía mucho calor y la temperatura subía
cada vez más. No pasó mucho tiempo antes de que el lugar empezase a
apestar a sudor. Me sentía mareado, pero seguimos bailando, bailando sin
parar. También me di cuenta de que El Hombre que Canta y Baila estaba
cantando, pero en un lenguaje que no entendía.
Se erguía sobre
nosotros, parado en esa plataforma, haciendo a su violín cantar. Su arco
se levantaba y caía, se deslizaba sobre las cuerdas de arriba abajo, de
lado a lado. Tocaba de la misma forma que hablaba; sin descansos, sin
pausas, sólo un diluvio maníaco de notas mientras su lengua se enredaba
en palabras que no tenían por qué ser dichas en este mundo.
Sacudí mi cabeza mientras giraba con Sarah y me sentí cansado. Mis pies
me dolían y mi espalda baja estaba empezando a palpitar. Vi mi reloj y
entendí que habíamos estado bailando por una hora entera. Volví a
sacudir mi cabeza, intentando ahuyentar la sensación de adormecimiento
que estaba nublando mis pensamientos.
—Sarah… —Me aclaré la
garganta. Sólo había podido susurrar. Mi lengua se sentía extraña y
gruesa—. Sarah… —Lo intenté de nuevo, esta vez más fuerte, pero ella no
respondió y continuamos bailando. La sacudí, pero no respondió. Continué
sacudiéndola hasta que noté que lo estaba haciendo al ritmo de la
música.
Entonces intenté parar. Y no pude. No podía parar.
Debajo de la niebla de mis pensamientos, empecé a sentir temor. Vi los
rostros de las otras personas y pude ver su miedo. La cara del Reverendo
Harper se había puesto más roja que antes; el sudor caía a chorros por
su rostro, pero él seguía moviéndose junto a la señora Grendel, cuya
cabeza se balanceaba de lado a lado. Se había desmayado, pero sus pies
aún se movían. Pasamos cerca de Bill, quien bailaba con Susie Watkins, y
vi que los ojos aterrados de la chica recorrían todo el salón, pero
Bill sólo movía su cabeza al ritmo de la música y sus ojos vidriosos
estaban perdidos en la nada. El Hombre que Canta y Baila se rió desde su
plataforma y continuó tocando.
Escuché un grito y giré mi cabeza
para ver a una mujer tirarse al piso, sosteniéndose la pierna con sus
manos. Se había acalambrado. Le tenía envidia. Ella había conseguido
parar, había conseguido descansar. Mis piernas se sentían como madera
muerta y el dolor en mi espalda se había profundizado.
Entonces
su pareja de baile se paró en su tobillo y escuché el crujido desde mi
lado de la sala. Él seguía bailando, con los ojos en blanco mientras se
movía. Ella gritó de nuevo e intentó arrastrarse, pero en lugar de ello
terminó parándose. Comenzó a bailar, dejando caer su peso sobre el
tobillo roto. Una y otra, y otra vez. Me di la vuelta, pero no pude
dejar de escuchar sus sollozos.
La música continuaba.
Miré
mi reloj nuevamente y ya habían pasado tres horas. No paramos, no
aminoramos el ritmo. Seguíamos moviéndonos al compás del violín. Sin
importar las ampollas. Sin importar los dedos o tobillos rotos. Sin
importar el profundo dolor de espalda que se rehusaba a desaparecer. Sin
importar los corazones viejos ni las rodillas malas. Seguimos ese ritmo
frenético como una masa: una criatura con una sola mente que se
bamboleaba y saltaba.
El Reverendo Harper murió. Vi cómo pasaba.
Estaba sosteniendo a la todavía desmayada Sra. Grendel, cuando la soltó.
Ambos cayeron al suelo. Él se retorció una vez, sus pies atinaron un
súbito ritmo staccato, y luego se quedó tieso.
La Sra. Grender se levantó y siguió moviéndose. Yo miraba a Harper mientras bailaba, intentando ver si respiraba.
No lo hacía. Les juro que no lo hacía. Pero aun así se levantó. Estaba
muerto, pero aún así se levantó y empezó a bailar de nuevo. Se dio
vuelta para verme, y sonrió con la misma sonrisa del Hombre que Canta y
Baila. Sus ojos estaban rojos, llenos de la sangre de lo que sea que se
hubiese roto en su cerebro.
Harper no fue el último.
Probablemente no fue el primero. Los viejos y enfermos fueron los que
más pronto caían. Agotamiento, ataques al corazón, hemorragias en algún
lugar del cuerpo: murieron. Y entonces se levantaban y seguían bailando,
sonriendo con esa sonrisa.
Pasé cerca de Sam y Lisie. El había
perdido sus anteojos. Sus ojos se movían por todo el lugar, totalmente
conscientes. Miré su pierna y vi una quebradura expuesta, que rasgaba
sus jeans. Dejaba tras de sí un rastro de sangre y cuando giraba,
manchaba a las personas que estaban a su alrededor. Se paraba en esa
pierna rota, saltaba sobre ella. Todo al ritmo del violín.
El
olor de la sangre se mezcló con el del sudor y ya no podía respirar. El
aire era denso y por todas las direcciones escuchaba llantos, gritos,
aunque nada acallaba el sonido del violín o del canto del Hombre que
Canta y Baila.
Y entonces se detuvo. Bailé un último paso y luego
me hice parar. Miré hacia arriba, todos lo hicimos. Él estaba mirando
su reloj de bolsillo.
—¡Está bien amigos! ¡Es todo por esta
noche! El baile ha termiando y la mañana ha llegado. Pueden irse si es
que pueden caminar y deberían caminar rápido porque este Hombre que
Canta y Baila se está yendo.
Nos quedamos de pie allí, como
aturdidos. Comenzamos a caminar a la salida de la carpa. Nadie corría,
porque nadie podía hacerlo. Era un milagro que pudiésemos caminar. Sarah
se me adelantó y se fue, pero yo me quedé. Me di vuelta y vi al menos
veinte personas que aún estaban paradas allí, entre ellas Harper. Todas
estaban sonriendo y sus ojos estaban vacios. Se mantuvieron de pie sin
dar señales de querer irse.
—Vete amigo, El Hombre que Canta y
Baila ya tiene lo que quiere, pero le encantaría añadirte a su colección
si te quedas ahí por mucho tiempo. —Lo miré y lo vi sonreír. Entonces
le di la espalda y dejé la carpa. Cuando me volví a voltear todo había
desaparecido, incluida la gente que estaba adentro.
Ésa es la
historia de lo que ocurrió. Los otros no la dirán o pretenderán que
nunca ocurrió. Sin importar las 21 personas que desaparecieron esa
noche, entre ellas la esposa del alcalde. Prefieren no pensar en ello.
Sarah y yo llevamos a Sam al hospital en el pueblo vecino, lejos de las
personas que sabían qué había ocurrido. Tuvieron que quitarle la
pierna. Sam ya era una persona callada y luego de esto lo fue aún más.
No se mueve mucho últimamente, sólo se sienta en el frente de su casa
con un bastón en su regazo y masajea el muñón con su mano. Dice que le
molesta en las noches frías, y en las cálidas, y en las húmedas, y en
las secas.
Bill dejó el pueblo y se unió a la armada, se quedó lo
suficiente como para pelear en Vietnam y ganó un puñado de medallas.
Volvió y sentó cabeza para beber (y beber mucho). Si quieres
encontrarlo, puedes hacerlo en el bar de Eddie Dixon. Aunque no importa
cuán borracho esté, no va a querer hablar de esa noche.
Ninguno
de nosotros se enteró mucho de Sarah después de eso. Parecía estar bien,
pero ella siempre parecía estarlo. Dejó el pueblo y comenzó la
universidad, pero al igual que Bill fue arrastrada de vuelta a Belle
Carne. Ahora enseña inglés en la secundaria del pueblo.
Y yo me
quedé aquí, en la tienda de hardware. Incluso la administré por un
tiempo, pero ahora no hago demasiado. Sólo me siento con Sam y a veces
hablamos de algunas cosas. No tan a menudo, sin embargo, porque si me
quedo hasta muy tarde o mucho tiempo, veré sus ojos llenarse de lágrimas
mientras se encierra en sí mismo. Y podré escucharlo tararear un
pequeño fragmento de una canción, y los cabellos de mi nuca se erizarán y
sentiré escalofríos recorrer todo mi cuerpo.
Entonces sé que mi
pie empezará a golpetear a un pequeño ritmo en el piso de madera, y una
amplia sonrisa se dibujará en el rostro de Sam. La sonrisa del Hombre
que Canta y Baila.
No hay comentarios:
Publicar un comentario